Hacer comedia, género recurrentemente menospreciado, es uno de los retos más difíciles para cualquier cineasta. Históricamente, directores y guionistas amantes de la comedia han huido de la posibilidad de trabajar en ellas por la dificultad que conlleva todo. Y es que, mucho puede salir mal, empezando por el timing, que debe ser cumplido a cabalidad. Siguiendo con la utilería en su uso más mínimo, pasando por el gesto del actor, hasta el planteamiento de toda puesta de micro a macro. Todos son elementos determinantes para armar una forma final del gag, donde la imprecisión mata. Pero además, es muy riesgoso en estos tiempos actuales: capaz de ofender, aburrir rápido y generar odio contra los responsables. Como consecuencia la comedia se consagra o fracasa. Pocas veces el resultado queda en el medio.
Por supuesto, esto no ha alejado a los comediantes, guionistas y realizadores de temas polémicos-cómicos para poder explotar uno de los últimos bastiones de la libertad temática, que se sostiene a pesar de todo, como es la comedia negra. La desgracia ajena, como a tanto nos gusta, no es un pasatiempo olvidado y siempre disfrutaremos (con sus excepciones) burlarnos de los demás. Por eso cuando existe la chance (en ejercicio ficcional) de hacer pasar mil desgracias a una confundida chica universitaria en medio de una suerte de velorio judío, Emma Seligman, en modo kamikaze, escribe y dirige con placer. Ampliando lo que en principio fue un corto del 2018 y elevando la apuesta a una disparatada historia donde convergen ex novias, “sugar daddies”, un bebé vomitando y un baño con poca ventilación. Todo, absolutamente todo, hace una gloriosa combustión.
Danielle (Rachel Sennot) es una joven que pide favores por su compañía (y otras cosas) a Max (Danny Deferrari) un hombre casado con el que se ve constantemente en el rol de “sugar baby”. Al acudir a un Shiva, en conmemoración del fallecimiento de un familiar que ni siquiera recuerda, se verá juzgada por amigos de la familia, quienes desaprueban sus opciones de vida. Quienes le reclaman al descuidar su carrera universitaria, cambiando constantemente de especialidad y dedicándose ahora a estudios de género o negocios de género, carrera que ni ella puede explicar bien. Danielle, atosigada, apuesta por la soledad hasta que su “sugar daddy” se presenta complicando la situación.
La película es magnífica: cuestiona todo, desde el espacio de luto siendo en realidad un terreno minado donde se mira por encima del hombro, chismeando la mierda de todos. A esto se suma una contrariada Danielle, haciendo todo lo que representa la libertad, estando más perdida que nadie con respecto del valor de esta. Un personaje irresponsable que arma su propio desastre, con una cámara siempre dispuesta cerca del rostro o en espacios mínimos, encerrándola entre los cuerpos de los asistentes al Shiva. Quienes insisten en congregarse a su alrededor como aves de rapiña, haciendo preguntas incómodas y anticipando su eventual colapso. La puesta, al igual que la temática desarrollada por la directora, acierta al incidir en ella sin piedad, al atraparla y agotarla para el espectáculo despiadado, que no es más que la saciedad de nuestra propia crueldad. Un atrevimiento que se agradece.