Imaginemos un episodio de “La Rosa de Guadalupe”, pero que dura una hora, es en blanco y negro y fue grabado en los Estados Unidos de los años 30. Imaginamos un capítulo de dicha serie destinado a cumplir con una grandísima tarea, encomendado con el altísimo deber moral de desaparecer de la sociedad a un terrible cáncer que carcome a la juventud, un vicio peor que el de la heroína y demás drogas duras, un demonio verde que se apodera de la personalidad de uno, volviéndolo un monstruo que no hace más que reír, violar y matar: la marihuana. “Reefer Madness” (1936) es una película propagandística norteamericana, hecha y financiada por un grupo religioso, que busca advertir a las buenas familias de clase media del gran país del norte respecto a los gravísimos peligros de la marihuana. Sin embargo, como podríamos esperar -sino no existiría esta reseña- algo salió increíblemente mal en el camino, y el producto final resultó una risible y ridícula fábula que, de hecho, todos deberíamos ver, pero no por las razones que los creadores de este desastre consideraron.
Antes que nada, la historia: Bill Harper es un brillante alumno de la secundaria. Dentro de su apacible mundo de clase media, lo tiene todo: estabilidad familiar, inteligencia y una encantadora novia con la que recita pasajes de Romeo y Julieta. Sin embargo, el pobre chico cae en las fauces de Mae y Jack, una pareja de vendedores de marihuana, que lo atraen a su guarida y lo enganchan en el maldito vicio. A partir de ahí, en buen cristiano, la cosa se va en floro. Bill se vuelve un marihuanero maníaco que conduce como loco por la calle, llegando a atropellar y matar a un pobre anciano que solo quería cruzar la pista. Pero eso no es nada, considerando lo que se viene después: su novia Mary Lane (me pregunto por qué no se dejaron de sutilezas y le pusieron de frente Mary Jane), muy preocupada por el feliz Bill, va a buscarlo a casa de Mae y Jack. Ahí se encuentra con Ralph, otro de los dealers, quien intenta violarla. Surge ahí un confuso incidente que termina con Mary muerta, y Bill, quien estaba en otro cuarto engañándola con otra chica, pensando que había sido él quien le disparó a su novia. Pasamos de ahí al juicio, donde el jurado se convence de que la mejor manera de establecer un precedente en la lucha contra la marihuana es condenando al chico a la muerte. ¿Se acuerdan de Romeo y Julieta?
Pero no contaré el final, ya que eso sería más inmoral incluso que probar la lechuga del diablo. Hablemos de los momentos que componen el carácter brillante de esta cinta. Lo que más llama la atención, evidentemente, es lo ridículo de todo lo que vemos en cámara, en particular la manera en que los actores muestran los devastadores efectos de la marihuana. Tenemos, en ese sentido, una serie de ridículas escenas donde los personajes ríen, cantan y bailan como idiotas, mientras fuman marihuana como los vagabundos de abajo del puente fuman pasta. Los efectos maníacos de la marihuana son exagerados al máximo, dejando a los personajes actuando como el Joker después de sufrir una concusión cerebral. Rescatamos una surrealista escena donde Ralph le pide a Blanche, su compañera de andadas, que toque el piano mientras este fuma marihuana, pero, con un ritmo cada vez más rápido. “Faster! Faster!”, le grita Ralph, mientras Blanche toca el piano como si su vida dependiera de eso.
Sin embargo, uno de los aspectos más interesantes de la película radican en el enfoque que le dan a la temática. ¿Cómo explicar una visión tan inocente, tan ignorante, respecto a los efectos de la marihuana? Consideremos por un lado que, claro, en los años 30 no había tanta información científica respecto a los verdaderos riesgos de la marihuana, y se vivía en una época en que la fábula y la literatura respecto a esta droga superaba con creces a la realidad. Pero aquello que rescatamos, ante todo, de esta cinta, es cómo establece un retrato de una sociedad en el tiempo: una sociedad que no había aún sido superada por la crisis de la drogas (pensemos en los Estados Unidos de hoy, que ha básicamente sucumbido ante los opioides), una sociedad que se regía aún en función a los principios morales de una generación que había nacido en el siglo XIX. En ese sentido, todo lo que vemos en cámara causa, incluso, un poco de ternura: pobres los que idearon y realizaron esta película, si superan todo lo que vendría después…
Es justamente ese carácter inocente de todo lo que se ve en la película lo que compone la esencia de su atractivo. Es la inocencia la que causa la ridiculez, lo exagerado de todo, pero también es lo que puede generar una cierta ternura, y una imposible nostalgia, en el espectador de hoy. Muy recomendada. Si la ven, una sola recomendación que va muy en serio: bajo ninguna circunstancia acompañen el visionado de esta película con uno de esos cigarros del demonio, no querrán terminar como los personajes de la cinta.