Dirección: Pablo Larraín
Guión: Guillermo Calderón, Pablo Larraín
País: Chile
Reparto: Jaime Vadell, Gloria Münchmeyer, Alfredo Castro, Paula Luchsinger, Catalina Guerra, Marcial Tagle
A su paso por Venecia, con premio a Mejor Guion obtenido (para Guillermo Calderón y Pablo Larraín), se suma sobre todo los cincuenta años del nefasto golpe de estado en Chile. Aquel donde Augusto Pinochet tomó el gobierno y el país, asesinando a Salvador Allende, Victor Jara y un sinnúmero de civiles. Además, por supuesto, de una lista enorme de atrocidades y delitos cometidos por el dictador, su familia y conocidos durante los años que estuvo en el poder.
Es con ese empuje, una efemérides que sirve como ola y recuerdo, que «El Conde» se estrena en Netflix. Es desde ahí, con el cuidado medido y la responsabilidad sobre los hombros, que Pablo Larraín ha decidido hacer este retrato particular. Que tiene de valiente, como también de cauto.
En «El Conde», Larraín imagina y transforma a Pinochet en un añejo vampiro nacido en Francia, quien tras años de hacerse pasar por distintas personas, llega a Chile para convertirse en el personaje que la historia conoce. Pero luego de fingir su muerte, vive recluido en un pueblo fantasma deseando, sin conseguirlo, morir. Luego de que inesperadamente vuele a la capital y se haga con unas cuantas víctimas, recibe la visita de sus preocupados e interesados hijos, para despedirse de él o quizás, hacerlo cambiar de opinión.
El director chileno, al que hay reconocerle mucho, tiene para nosotros puntos altos y bajos en su filmografía. Pero finalmente una que es rica y que ha logrado no pocos reconocimientos y llevar el cine sudamericano, particularmente chileno, a esferas y públicos de diferentes sectores del planeta. Tiene en su haber obras políticas como «No» o la muy buena «El Club», así como biopics peculiares, con firma de autor, estilizados y que intenta, con ciertos peros, innovar en el género. Desde «Neruda», donde retrata al famoso poeta chileno a «Spencer», que acompaña tristes momentos de Lady D.
Con «El Conde», escapa de ambos, o los junta, pero también se traiciona o se obliga a conquistar (o intentarlo al menos) nuevos horizontes. Sumando el género de los monstruos y haciendo un Frankenstein o popurrí de aquello que siempre intenta contar.
Primero está la lectura de Pinochet como un vampiro. El traje le encaja a la perfección. Casi mejor que al mismísimo conde Dracula o que a Nosferatu. El monstruo es, a fin de cuentas, un ser sanguinario, desalmado, contagioso y, por ende, inmortal. Por más decadente que sea y aunque siempre sus colmillos o se esconda de la luz para no quemar su palidez, triunfa, avanza, conquista. Y vuelve, siempre vuelve. Cuestión que queda muy bien dibujada en la lamentable y metafórica escena final.
Por otro lado tienes al personaje histórico y su entorno cercano. Ya sea su ayayero en una suerte de Renfield (Alfredo Castro), la (des)amada Lucía Hiriart que no logra recibir la mordida perpetua, los inútiles hijos, la voz en off que hace una gran aparición y la monja que es una lectura aparte, un tanto más enfocado en el aspecto religioso/conservador. Todos estos personajes desfilan para hacerlos añicos. Para ir soltando datos históricos a diestra y siniestra que encierran y demuestran la enorme lista de crímenes cometidos por la familia. Cuestiones que además no quedan atrapadas en cuatro paredes y que se expanden a aquellos ciudadanos chilenos y extranjeros que comparten ideología, que han accionado de igual o similar manera, o que en estos tiempos, resurgen con amenazante fuerza.
Aparte de las muy buenas actuaciones y el afilado guion que sin ser brillante sabe ajusticiar para un público amplio, el tratamiento visual, sobre todo de la mano del director de fotografía Edward Lachman, consigue coquetear con un bello blanco y negro y algunos atisbos del expresionismo alemán. Utilizándolo a su favor para algunas escenas sangrientas y sobre todo, en una que incluye un bello vuelo por sobre el pueblo abandonado.
«El Conde» es una buena oportunidad para aprender de nuestro país vecino que el humor sirve para sanar viejas heridas más abiertas que nunca. Y que nadie es intocable, y menos los corruptos, asesinos e hipócritas. Un puñal antifacho que al no tomarse muy en serio afila la daga.